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Give me five #58 Miguel Álvarez-Fernández

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31 jul 2021
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Foto: Xavier Plágaro
Foto: Xavier Plágaro

Álvarez-Fernández recomienda leer, ver y escuchar, desde una perspectiva postpandémica, algunas creaciones artísticas analizadas en su reciente ensayo La radio ante el micrófono: voz, erotismo y sociedad de masas.

Duración: 1 segundo

"(C)ompartir cinco recomendaciones culturales que de alguna manera nos ayuden a convivir con el momento actual y activar la imaginación de otras realidades posibles”, reza el estimulante enunciado de Give Me Five. Quizá corresponda, en este momento, empezar a pensar en lo que ha pasado —lo que nos ha pasado— estos últimos meses, aspirando a una lucidez mayor de la disponible, por ejemplo, hace un año (cuando proponíamos, en otro lugar, otra serie de recomendaciones).

A ello no necesariamente nos ayudan mejor las creaciones artísticas recientes; ciertas propuestas relativamente lejanas en el tiempo pueden, desde la inequívocamente nueva perspectiva que se acaba de inaugurar, ofrecernos experiencias distintas del espacio y del tiempo. Sobre esto último, una obra de Esther Ferrer cobra particular significación al rememorar el tedio propio de ese confinamiento que ya nunca dejará de amenazarnos (tal vez porque todos hemos confirmado que nuestro tiempo —o ese tiempo que llegamos a creer que era nuestro— estaba, desde mucho antes, confinado).

"Pero esa temporalidad que Ferrer inyecta y construye en sus creaciones no es el tiempo lírico, abstracto y artificioso en el que suspenden sus poemas los poetas concretos. Es, simplemente, el que marca impunemente el reloj mientras nuestras vidas pasan y se deterioran. Las obras radiofónicas de Esther Ferrer agudizan nuestra conciencia de esa feroz rejilla que atrapa y aprisiona cada momento como una máquina regida por una matemática terrible y militarizada. Esa plasmación —burda y grosera, si se quiere— del tiempo en su sentido más cotidiano y vulgar —el tiempo propio del individuo-masa—, puede provocar en el oyente de estas obras —a menudo tediosas— un verdadero amotinamiento. Una rebelión contra esa normatividad externa y deshumanizada del reloj y sus acólitos, contra la rigidez de un pulso sin rostro que constantemente intenta atenazar nuestros cuerpos y nuestros actos. Contra un tiempo que no fluye, que es pura medición, que se ajusta perfectamente a los leves espasmos de la sigilosa aguja segundera". (Pag. 188 del ensayo La radio ante el micrófono: voz, erotismo y sociedad de masas).

Puestos a rememorar a los clásicos, no olvidemos —ni por un momento— a John Cage, quien en 1952 nos advertía de algo que el confinamiento también nos confirmó: no es el silencio lo que nos aterra, sino el encuentro a solas con nosotros mismos.

"Aunque David Tudor no llegara a pulsar ni una sola tecla del piano durante aquella interpretación de 4'33, desde luego los asistentes al concierto no dejaron de percibir sonidos —de diverso tipo— durante ese tiempo: los que se filtraban a través de las ventanas de aquel auditorio, los de la respiración de quienes se sentaban al lado de cada oyente, los propiciados por cada cambio de postura, por cada azaroso mínimo evento acontecido en aquel espacio… Además, muy probablemente, y acaso de la manera más estruendosa posible, también resonó allí —en la cabeza de cada asistente— una pregunta que también retumbaría, años después, en otro contexto: la cámara anecoica de la Universidad de Harvard. Después de pasar largos periodos de tiempo en el interior de esta sala acústicamente blindada (siempre en pos de una experiencia extrema y total del silencio), además de constatar el carácter atronador e imparable de la constante irrigación de los vasos capilares cercanos al tímpano y de la siempre susurrante actividad neuronal, Cage tampoco consiguió acallar el rumor de una conciencia que no dejaba de preguntarse «¿Qué estoy escuchando?». Una duda que resuena en el «¿Qué hora es?» lanzado cada cinco minutos por Esther Ferrer en Al ritmo del tiempo, y cuya genealogía tal vez podría rastrearse hasta esa obra de otro gran outsider estadounidense, The Unanswered Question (La pregunta sin respuesta), compuesta en 1908 por Charles Ives". (Pag.197 del ensayo La radio ante el micrófono: voz, erotismo y sociedad de masas).

La metáfora del desierto es apropiada para evocar muchas de las sensaciones que hemos descubierto en los últimos tiempos, tanto por su inmensidad como por su perpetua y amenazante proximidad respecto de la muerte. El periodo histórico que algunos hemos conseguido atravesar, y que tanto se asemeja —en ciertos aspectos— a una guerra como las de antaño, nos deja con otra duda: ¿El infierno era esto?

"Doloritas" surge como parte de un proyecto más amplio, iniciado poco después de que Julio Estrada escribiese un ensayo acerca de los sonidos mencionados o evocados en la narrativa de Juan Rulfo. Ese minucioso análisis de cómo Rulfo documenta en su narrativa la manera de hablar de los oriundos de Jalisco, el paisaje sonoro de esa zona, las referencias acústicas explícitas o implícitas… impulsó a Estrada a escoger, por vez primera en su carrera compositiva, el medio radiofónico como primer soporte de su proyecto en torno a Rulfo. Una vez más, el agnosticismo del micrófono radiofónico mostraba su potencial para integrar elementos sonoros en principio muy disímiles.

Además de esa capacidad integradora de los materiales más diversos dentro del dominio acústico, la capacidad evocadora de la radio —ajena a las distracciones visuales— también permitió a Estrada integrar dos planos cuya fusión seguramente hubiese presentado dificultades en cualquier otro medio diferente de la prosa rulfiana, tan próxima al realismo mágico: en Doloritas conviven los vivos y los muertos con una naturalidad genuinamente radiofónica.

La ópera comienza con la difunta Dolores hablando a su hijo Juan Preciado, mientras él busca a su padre, Pedro Páramo —ya fallecido—, y continúa con Juan recorriendo Comala, metáfora azteca del Hades. Juan Preciado se va dando cuenta de que las personas con las que se encuentra ya han fallecido, mientras escucha el susurro de Dolores en su mente e interactúa con personajes que habitan el umbral entre la vida y el más allá.

La coexistencia de planos reales e imaginarios en la novela de Rulfo no se articula, en absoluto, de una forma simétrica ni clara. "La inmensidad es, podría decirse, una categoría filosófica del ensueño", escribió Bachelard. Pues bien, tanto en las descripciones de esa naturaleza presuntamente real —igualmente abrumadora en su aspecto floreciente y en su devastadora erosión— como en la imaginaria Comala —con su desfile de existencias mostrencas que bisbisean acerca de tiempos que se confunden y solapan— se verifica esa desoladora inmensidad de la que nos hablaba el epistemólogo francés. Julio Estrada consigue trasladar esas sensaciones a su trabajo radiofónico, donde también reconocemos otras palabras de Bachelard anteriormente citadas: "En los ensueños que se apoderan del hombre que medita, los detalles se borran, lo pintoresco se decolora, la hora no suena ya y el espacio se extiende sin límites". Dentro del friso sonoro planteado por Estrada, Juan Preciado encarna ese hombre que medita, y en su merodeo existencial el oyente radiofónico, más que acompañarlo, se solidariza con él. Tal y como escribió el autor de esta quasi-ópera en un texto titulado Dimanación de la voz, "a través de él [Juan Preciado] se escuchan los murmullos de Comala". (Páginas 100 y 101 del ensayo La radio ante el micrófono: voz, erotismo y sociedad de masas).

Frente a la desértica escasez de la obra de Julio Estrada, la abundancia torrencial de una pieza de Anna Raimondo; pero, de nuevo, la muerte: por exceso o por defecto (estas dos categorías, como tantas otras, perdieron su sentido en aquellos meses de rollos de papel higiénico y de tarifas planas por fin amortizadas). Un tiempo excepcional, en muchos sentidos, pero desde luego no en otros: las voces de las mujeres siguieron sin escucharse, sepultadas por todas esas cargas, esos lastres que nos hemos encargado de invisibilizar pero que ahora, igual que antes, siguen ahogándonos.

"¿(C)uáles serían las connotaciones si se tratara de una voz de hombre, en lugar de una de mujer, la que se ahogase progresivamente en una pieza para radio?

Esto es, muy básicamente, lo que sucede en Mediterráneo, que surge en 2014 como una vídeo-performance de 22 minutos, pero cuya dimensión sonora se ha presentado de manera autónoma en formato radiofónico. Las imágenes del vídeo muestran simplemente un vaso inicialmente vacío que ocupa el centro del plano sobre un fondo neutralmente blanco, y en el que van cayendo, sin parar, gotas de un agua azulada que poco a poco cumplen la promesa del desbordamiento.

El sonido, por su parte, nos trae la voz de una mujer —nuevamente, Anna Raimondo— que simplemente repite, con la misma constancia que las gotas de agua, la palabra "Mediterráneo". Pero esta se va transformando progresivamente. Así ha descrito el proceso la comisaria Silvia Litardi: "La voz limpia y cristalina del inicio se fatiga, se rompe, se obstruye y, finalmente, se ahoga. […] Conforme el nivel del agua crece [en el vaso], la voz y la palabra se rompen […]". El sonido nos traslada la imagen de un cuerpo —una boca— que continúa repitiendo la palabra "Mediterráneo" mientras el nivel del agua va cubriéndola poco a poco, lo que cada vez hace más difícil el acto de fonación (por lo que la vocalización se va distorsionando, alterando, apagando).

Como en tantas otras obras aquí analizadas, el sentido lingüístico se desintegra. Pero aquí ese proceso no nos remite a aquel recién nacido del que nos hablaba Estrada, ni se recupera ahora un añorado momento previo a la significación, a la entrada en el lenguaje. En Mediterráneo la corriente sonora nos conduce a la asfixia, al estrangulamiento, a la muerte. La obra infunde una terrible literalidad a las breves frases de Rulfo que Estrada recuperó en Doloritas, y que nosotros ya habíamos citado: "Como que se van las voces. Como que se pierde su ruido. Como que se ahogan. Ya nadie dice nada. Es el sueño. Como que se ahogan". Aquellos personajes mexicanos carecían de rostro; en la obra de Raimondo la boca de la italiana se va anegando hasta desaparecer, hundida por la presión de un entorno sofocante.

Pero el significado no se extingue aquí del todo. Siempre permanece un infinitesimal eco del sentido original de la palabra. Incluso, desde otra perspectiva, mediante la repetición —erosionada y erosionante— la densidad semántica del término no hace sino esponjarse y crecer en la cabeza del oyente mientras su apariencia fonética se deteriora". (Páginas 121 y 122 del ensayoLa radio ante el micrófono: voz, erotismo y sociedad de masas).

Pero —y esto también lo hemos aprendido, o nos lo ha recordado la pandemia (por mucho que los tebeos y la televisión más mainstream nos lo viniera anunciando unos años antes)— no se trata, o no se trata sólo, de la muerte. La no-vida, que es tanto como decir la no-muerte, ese estatuto ontológico que antes relegábamos a zombis, vampiros y otros seres semejantes, se ha extendido hasta alcanzarnos a todos. Algunos todavía pensaban que el lenguaje —la comunicación— nos salvaría, pero, ¿y si el lenguaje es el verdadero virus?

"Con Bruce McDonald como director y Tony Burgess como guionista —de hecho, el film se basa en su novela Pontypool Changes Everything, publicada en 1998—, la trama se desarrolla en el pequeño pueblo de Pontypool, en Ontario, y tiene como protagonista al locutor radiofónico Grant Mazzy, cuyo estilo humorístico, provocativo y exagerado ilustra perfectamente lo que en el mundo anglosajón se denomina shock jock. Su programa en directo —normalmente tan aburrido y predecible como la cotidianidad del entorno rural desde el que se emite— se ve alterado con la crónica de un reportero, Ken Loney, que informa sobre una especie de motín en la consulta del médico local, el doctor Joe Méndez. En sus sucesivas conexiones telefónicas, Loney describe a los manifestantes tratando de comerse unos a otros, e incluso a sí mismos. Una de las llamadas del corresponsal es súbitamente interrumpida por una transmisión en francés, que prohíbe salir al exterior, así como usar el idioma inglés —especialmente, términos afectuosos—, y declara Pontypool en cuarentena. En una siguiente intervención telefónica de Loney, mientras el periodista está en antena, comienza a alterar su lenguaje con repeticiones y expresiones fuera de contexto: padece la misma afección que aquejaba a los otros manifestantes, y que parece extenderse a través del habla. De hecho, la mujer que trabaja como técnico en el programa de Grant Mazzy también comienza a comportarse de manera violenta, como una especie de zombi que reitera obsesivamente determinadas palabras escuchadas a través de la radio. El doctor Méndez, que ha conseguido escapar hasta la sede de la emisora, plantea la hipótesis de que un virus contagioso ha infectado ciertas expresiones en el idioma inglés". (Páginas 205 y 206 del ensayo La radio ante el micrófono: voz, erotismo y sociedad de masas).

*Los pasajes entre comillas han sido extraídos del ensayo La radio ante el micrófono: voz, erotismo y sociedad de masas, de Miguel Álvarez-Fernández, publicado por la editorial consonni en mayo de 2021.

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31 jul 8 - 8 h

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